Uno de los personajes más llamativos y enigmáticos de la época colonial fue Catalina de los Ríos y Lisperguer, más conocida como La Quintrala, durante su vida cometió múltiples asesinatos sin piedad, mató a su padre, a sus amantes y esclavos. Despiada, polémica y sin escrúpulos, mala hasta la saciedad, sangrienta y sin rencor, provenía de una poderosa familia bien relacionada que taparía durante tres décadas su crueldad con la ayuda del gobernador.
Corre la primera mitad del siglo XVII en las tierras de Chile. Época de continuas sublevaciones araucanas en el sur del país y de crisis de la administración colonial. El gobierno virreinal de Lima afronta graves dificultades para imponer el orden en la provincia chilena. Con la autorización del rey, se intenta poner en práctica la política de la "guerra defensiva" propugnada por los jesuitas, que busca establecer una tregua y diálogo con los araucanos alzados. Santiago de Nueva Extremadura cuenta con pocos miles de habitantes, la mayoría de ellos indígenas, mestizos y africanos ocupados en tareas de servicio doméstico en las casonas de criollos y españoles. El poder interior es ejercido por dos grandes familias, una de las cuales, los Lisperguer, constituye un ejemplo fundacional de las posibilidades de hibridación étnica y cultural en las colonias. Pedro Lisperguer, alemán y ex paje de Carlos V, el fundador de la casta, se había casado con doña Elvira, princesa mapuche de Talagante, propietaria de enormes extensiones de tierra en el Chile central, y Águeda, una de sus hijas, se unirá en matrimonio con Bartolomé Flores, dando origen así a una de las mayores fortunas del reino.
Catalina de los Ríos y Lisperguer (1604-1665), hija de Catalina Lisperguer, nieta de Águeda Flores y biznieta de Elvira de Talagante, reivindicará, dicha ascendencia híbrida a través de la estrecha alianza con su criada machi, depositaria de las tradiciones religiosas chamanísticas del pueblo mapuche. Catalina, llamada Quintrala por el arrebatador rojo de sus cabellos, fue juzgada implícitamente por brujería, su destino como presunta hechicera es inseparable de la sombra de su congénere autóctono.
La censura impuesta durante tanto tiempo a la historia de Catalina tiene fácil explicación en una sociedad patriarcal y ferozmente patrimonial como la chilena. La Quintrala no encarnaba sólo una figura secundariamente femenina de una gran familia principal: fue ella misma propietaria y jefe de una rama de la estirpe fundadora del futuro país. Era entonces necesario confinar la leyenda de una "Catalina la Loca".
Desde muy joven, la existencia de Catalina revela un drama doméstico. Rechaza la autoridad del padre, estrecha alianzas y amistades con indios y criollos indeseables, se refugia en el seno de su nana indígena con la que oficia sahumerios y ensalmos y prepara alambiques y conjuros, defiende con denuedo a su madre, también acusada de brujerías, de la violencia patriarca. "Yo no quiero en mi casa hombres que me pongan mala cara", es frase que pone la tradición en boca de una joven precoz y autoritaria, capaz ya en la adolescencia de maltratar a sus esclavos y desordenar la jerarquía familiar y social. Y sobre todo de jugar cruelmente con los incautos amantes, hasta hacerlos desaparecer de la faz de la tierra con la complicidad de su machi araucana. Su figura se tambalea entre una heroica feminista así como una cruel asesina.
Esta doña Catalina mató a su padre con veneno que le introdujo en un pollo que preparó ella misma con todo el cariño cuando su padre estaba enfermo.
La primera grave acusación contra Catalina de los Ríos provoca un pánico y acaba por dividir a la sociedad santiaguina. El odiado Gonzalo de los Ríos muere tras enormes sufrimientos y la sospecha, la certeza, de la autoría del delito da lugar a un bullado proceso en el que Catalina y la familia Lisperguer son defendidas y protegidas por las más altas autoridades limeñas gracias a los lazos de parentesco con el presidente de la audiencia virreinal. Amada y deseada por muchos hombres, odiada por la fracción opuesta de la buena sociedad e incluso por una parte de su propia familia, la Quintrala ha transmitido a la posteridad una imagen contradictoria. A lo largo de su vida fue acusada de asesinar a varios amantes con la complicidad de ritos hechiceros y más tarde de maltratar y asesinar a sirvientes y esclavos, especialmente en el período que se abre tras su casamiento y reclusión en la hacienda de La Ligua.
El primer proceso a la Quintrala no conoce sólo el asunto parricida, puesto que desde el comienzo se interpone la cuestión de los "duendes".
Sin embargo este proceso, como todos los posteriores a los que fue sometida Catalina a lo largo de casi medio siglo, no estaba destinado a acabar rápido. En primer lugar, como se ha dicho, porque se trataba de querellas contra un poderoso, miembro de una familia principal que contaba con muchas cartas a su favor, pero, además, porque las acusaciones de brujería nunca pudieron ser sistematizadas y explicitadas, por tratarse de materia demasiado delicada en relación con este personaje y su entorno.
Se sabe que en una ocasión arrojó desde su casa un Cristo tallado en madera, que según ella la miraba con lástima mientras azotaba cruelmente a algún esclavo. Los padres agustinos, que tenían su iglesia al lado de la casa de La Quintrala, lo recogieron y lo pusieron en el altar donde permanece hasta hoy. El 13 de mayo de 1647, cuando un gran terremoto azotó la región, sucedió algo realmente extraño: la corona de espinas que el Cristo tenía sobre su cabeza, cayó hasta su cuello, hecho que lo bautizó como el Cristo de Mayo o Señor de la Agonía. Catalina de los Ríos y Lisperguer murió el 15 de enero de 1665 y fue enterrada en la misma iglesia de San Agustín.
Casi toda su fortuna fue legada en beneficio de su alma, para ser rescatada del purgatorio. Estableció que se dijeran 20 mil misas, para lo que dispuso 20 mil pesos.
En los días siguientes a su entierro, debían oficiarse otras mil misas, y también mandó se dijeran 500 misas más, esta vez por las almas de los indígenas que habían fallecido debido a sus malos tratos.